Los inicios del cine mexicano (1895-1910)
Por Hugo Lara
El dÃa de los inocentes de 1895, el 28 de diciembre, una novedosa máquina vino a revolucionar al planeta entero. Se trataba de un invento diseñado por los hermanos Louis y August Lumière, cuyo nombre era el cinematógrafo. La primera exhibición ocurrió en el Grand Café de ParÃs, y el programa incluÃa algunas tomas que los propios Lumière habÃan captado con su aparato.
Aunque el primer público del cinematógrafo estaba familiarizado con la fotografÃa e incluso con algunos aparatos y juguetes de ilusión óptica, como la linterna mágica o el zootropo, el invento de los Lumiére ofrecÃa una asombrosa fidelidad al movimiento y a la realidad, tanto asà que una de estas secuencias, la célebre Llegada del tren, según se ha documentado, causó auténtico pánico entre los espectadores de la función (algunos incluso salieron huyendo), sobre todo en la parte en que una locomotora parece que va a salir de la pantalla y va a precipitarse encima del público. Lo que revela esta anécdota es el gran impacto con el que fue recibido este invento entre la sociedad decimonónica, constantemente sorprendida por los descubrimientos e inovaciones que proponÃa la revolución industrial.
En Europa la fama del cinematógrafo se expandió como reguero de pólvora. El 5 de agosto apareció una de las primeras notas publicada en México sobre el cine. Esta decÃa: "Próximamente quedará establecida en esta ciudad este aparato óptico, del cual tanto ha hablado la prensa europea. En Madrid acaba de llamar mucho la atención, siendo visitado por la Infanta Isabel y lo mejor de aquella sociedad. En Francia funcionó en el ElÃseo, en medio de los elogios del Presidente Faure".[1]
Correspondió al general Porfirio DÃaz, presidente del paÃs, convertirse en el primer espectador en México de esta maravilla. La noche del 6 de agosto de 1896 DÃaz presenció, acompañado de su familia y de algunos amigos en el Castillo de Chapultepec, una función privada a cargo de los representantes de los Lumière, Bernard y Gabriel Vayre. La primera función pública ocurrió el domingo 16 de agosto de 1896 en la calle de Plateros 9, en un local habilitado en el entresuelo de la DroguerÃa Plateros, que ocupaba en ese tiempo, curiosamente, la Bolsa Mexicana de Valores. El éxito fue rotundo. En seguida se instauraron varias sesiones diarias para dar a conocer al público la novedad del dÃa, como se le solÃa llamar al cinematógrafo. Paralelamente, la competencia de los Lumière, es decir, el Vitascope de Edison, realizó varias exhibiciones en la capital y en Guadalajara, aunque sin cosechar el mismo furor que habÃa logrado el cinematógrafo.
Los enviados de Lumiére no solo exhibieron las pelÃculas que traÃan de Francia; sino que también filmaron y proyectaron las que pueden considerarse como los primeros cortos de un cine hecho en México: Escena en los baños de Pane, Alumnos del colegio militar, Doña Carmen Romero Rubio de DÃaz en carruaje, Duelo a pistola en el bosque de Chapultepec, entre otras. A don Porfirio le gustó tanto que más adelante se erigirÃa en una de las primeras figuras captadas por el cinematógrafo. Los señores Bernard y Vayre lo retrataron en varias de sus pelÃculas: El general DÃaz despidiéndose de sus ministros, El general DÃaz paseando a caballo en el bosque de Chapultepec, El general Dïaz recorriendo el zócalo, etcétera.
La bienvenida que DÃaz le brindó al cinematógrafo se inscribÃa dentro de la ecuación orden y progreso, uno de los lemas favoritos que su régimen acuñó. La tecnologÃa era bien recibida, sobre todo si se trataba de invenciones provenientes de Francia, el modelo de nación al que el gobierno profirista aspiraba (es por ello, quizá, que un años antes, en 1895, no se recibió con el mismo encanto al kinetoscopio de Edison). El orden y progreso porfirista tenÃa un significado y un significante mucho más complejo y turbio de lo que a simple vista se leÃa: el orden se referÃa a mantener las garantÃas de seguridad para que las minoritarias clases poderosas siguieran siendo poderosas, a costa de un mayorÃa pauperrizada. DÃaz habÃa conseguido, al cabo de los años que llevaba en el poder, pacificar al México bronco que se habÃa desangrado a lo largo del siglo pasado, a causa de las luchas entre los liberales y los conservadores. El progresoera la coartada para convencer a los incrédulos que se trabaja para un fin común: el desarrollo del paÃs. Asà lo demostraba las diversas obras que se realizaban a lo largo y ancho del paÃs, como la electrificación de la capital y de otras ciudades importantes, o la extensión de las lÃneas del ferrocarril. El modelo económico de las haciendas, baluartes cuasifeudales con tendencia a tecnificarse, contribuÃan de buena manera a sostenter el sistema tecnocrático porfirista y a la oligarquÃa imperante. Y una a la otra se retroalimentaban: para aumentar la producción, además de las herramientas tecnológicas, se requerÃan a toda costa seguridad polÃtica, mientras en compensación el poder central se protegÃa y se mantenÃa con la ayuda de sus múltiples señorÃos regionales
Casi inmediatamente las autoridades tomaron providencias para controlar el novedoso espectáculo. El primer antecedente sobre la regulación oficial del cinematográfo data de 1896. En ese año se presentó al Ayuntamiento una propuesta de reforma en la que se contemplaba fijar una cuota para los locales habilitados como salas de exhibición, según el cual "se indicaba que al abrirse un salón de espectáculos, se debÃa manifestar cupo y clase de localidades; se obligaba a los empresarios a presentar dos ejemplares de los programas al momento de pagar el impuesto(...). El ayuntamiento se reservaba el derecho de clausura, si el espectáculo atentaba contra la moral o las leyes".[2]
Con la producción de vistas con temas mexicanos, a cargo de los enviados de Lumière, se habÃa iniciado ya el cine en México, y asÃ, durante los primeros años, muchos empresarios llevaron el cinematógrafo itinerante a todos los recovecos del paÃs. Algunas de estas sesiones eran complementados con variedades en vivo en las que participaban bailarinas y cantantes. Las pelÃculas que se exhibÃan eran aquéllas que los productores europeos y estadunidenses abastecÃan desde sus paÃses pues en México no se contaba todavÃa con pelÃcula virgen ni ingredientes quÃmicos para revelar y copiar, ni los aparatos para tomar y exhibir pelÃculas salvo, claro, los pocos proyectores importados por los representantes extranjeros. Sin embargo, cuando a México pudieron llegar estos equipos que permitieron estimular la producción de vistas con temas mexicanos, tampoco fue posible romper la dependencia con los fabricantes extranjeros, pues éstos tuvieron el cuidado de controlar el revelado y el copiado de pelÃculas.
"La desorganización del mercado incidió para que la producción de pelÃculas mexicanas fuera escasa. Las pelÃculas nacionales fueron durante el porfiriato un complemento del programa. Pocas tuvieron el honor de ser programadas solas, esto es, que fueran el único atractivo. Sólo algunos reportajes de viajes de Porfirio DÃaz gozaron de tal privilegio".[3]
Ya para 1899 el cinematógrafo se habÃa constituido en un verdadero espectáculo popular. "Para 1900, la ciudad (de México) tenÃa ya veintidós locales, entre salones destinados a la gente decente y carpas destinadas a la plebe" [4]. Esto era representativo de lo que ocurrÃa en el resto del paÃs. Las ciudades más importantes como Guadalajara, Monterrey y Puebla eran las más invadidas por los nuevos empresarios cinematográficos.
En esa primera etapa, la limitada producción de vistas en México giraba en torno a sucesos reales, una especie de cine-verdad limitado a los acontecimientos que expresaban la realidad porfiriana, pues nunca pretendieron ofrecer testimonios del disgusto prerrevolucionario que se estaba fermentando en el fondo de la sociedad. Básicamente eran dos tipos de documentales los que dominaban el quehacer de los cinematografistas: uno se abocaba a captar la vida cotidiana de la ciudad, sobre todo en el ámbito de la aristocracia de la época; el otro se ocupaba de cubrir sucesos especiales, como los protocolos oficiales del presidente DÃaz, o los estragos causados por una catástrofe natural.
El escapismo que practicaban los primeros cineastas mexicanos tenÃa qué ver con el control que ejercÃa el poder estatal sobre la incipiente industria cinematográfica, en particular, y sobre la mayorÃa de los medios impresos. Para la gente que asistÃa al cine, no serÃa precisamente el entretenimiento más conveniente y amable aquel que presentara, supongamos, las revueltas que se iniciaban en las fábricas, o simplemente, aquel donde aparecieran muchos mugrosos y mal vestidos. Para ello habrÃa que esperar uno tiempo más, aguardar a la revolución que estaba a la vuelta de la esquina.
Durante aquella primera etapa del cine trashumante, destacaron algunos precursores del cine nacional, entre ellos Salvador Toscano y Enrique Rosas. Toscano abrió en 1898 la primera sala pública de exhibición en México, llamada El Cinematógrafo Lumiere, y el mismo año inició el rodaje de Don Juan Tenorio, una de las primeras cintas mexicanas de argumento. Posteriormente abrirÃa el legendario Salón Rojo. Su extensa trayectoria culminó con la pelÃculaMemorias de un mexicano, un enorme testimonio sobre la revolución que su hija Carmen editó hasta 1949. Por su parte, Rosas se abocó, como la mayorÃa de los camarógrafos pioneros, a la filmación de vistas, sin embargo, definió un estilo nacionalista que buscaba retratar el folclor del paÃs. A lo largo y ancho de México, Rosas encontró motivos que captar, un estilo que, a la postre, se cristalizarÃa en El automóvil gris (1919).
Salvador Toscano
En esos años el cine de argumento no tuvo una gran aceptación de parte del público porque adolecÃa aún de un lenguaje cinematográfico agradable o ameno, debido a que los conocimientos que los cinematografistas tenÃan para ponerlo en práctica eran exiguos, de la misma manera en que lo eran los recursos de producción. Por ello, algunos ensayos de esta corriente que se hicieron eran poco propositivos o escasamente divertidos y, en general, fracasaban. En ambos géneros (el cine documental y el argumental) lo que prevalecÃa era, como en el resto de las artes, la búsqueda de la identidad nacional, el mexicanismo decimonónico y sus valores patrióticos, heredado sin lugar a dudas de las preocupaciones ideológicas establecidas por los liberales a lo largo de las pugnas con los conservadores durante el XIX. El porfiriato se habÃa refugiado con cierta inteligencia dentro de esa coraza nacionalista. So pretexto de defender ese mexicanismo y su progreso, su régimen se permitÃa delicadezas tan pintorescas como la represión a los obreros, demostraciones tan nacionalistas como imponer la mordaza en los medios, y sÃmbolos tan inequÃvocamente autóctonos como las prisiones a donde se confinaron a los enemigos del sistema. "Esa dictadura permitió, por primera vez, la existencia de un auténtico poder polÃtico nacional, pero nadie pretendió que la fuente de ese poder fuera realmente la voluntad popular de la que hablaba la Constitución. DÃaz habÃa recreado el tipo de soberanÃa monárquica de la época colonial, sólo que le cubrió con un manto supuestamente republicano y popular que no engañó a nadie".[5]
Para 1907, el cine ya se habÃa consolidado como un espectáculo de gran arrastre popular. En la capital, para entonces, existÃan 16 salones de exhibición cinematográfica y para el siguiente año se estableció el primer taller o estudio cinematográfico: The American Amussement, Lilo, GarcÃa y CompañÃa.
Ante la mayúscula aceptación del público, algunas voces del medio intelectual comenzaron a discernir acerca del nuevo espectáculo y generaron una enconada polémica al respecto. Luis G. Urbina, por ejemplo, opinaba lo siguiente: " la masa popular, inculta e infantil, experimenta frente a la pantalla llena de fotografÃas en movimiento el encanto del niño a quien la abuelita le cuenta una historia de hadas; pero no puedo concebir cómo, noche por noche, un grupo de personas que tienen la obligación de ser civilizadas, se emboban en el Salón Rojo o el Pathé, o en el Montecarlo, con la incesante reproducción de vistas en las cuales las aberraciones, los anacronismos, las inverosimilitudes, están hechas ad hoc para un público de Ãnfima calidad mental..".[6]
Esa opinión parecÃa subestimar los alcances de un medio que acabarÃa por encontrar su nicho en el gusto popular durante las siguientes décadas. Sobre el cinematógrfo, la miopÃa de la alta alcurnia, sin embargo, no medrarÃa el entusiasmo de la baja bellaquerÃa: "La revolución técnica rompÃa de golpe el aislamiento de las clases populares, las que por fin tenÃan acceso al entretenimiento de las esferas superiores. La democratización bárbara soprendió a la élite, sacudió sus pretensiones de considerar la cultura del exterior como un coto cerrado disfrutable únicamente por mentes educadas. ¿Cómo podÃan las almas groseras acceder al mundo de las ilisiones que prometÃa el cinematógrafo? ¿Cómo podÃan ellos, los esclavizados por la faena diaria, los adictos al entretenimiento soez de la carpa alburera, acceder a la estratósfera del buen gusto? Los pocos representantes de la élite cultural que vislumbraban en el cine posibilidades artÃsticas, no dejaban de manifestar una mezcla de inquietud y sorna ante el ruidoso festejo de las multitudes ante las pantallas".[7]
Estos argumentos no eran compartidos por todos. El rechazo al cinematógrafo que algunos sectores expresaban no fue suficientes para frenar el alboroto de la gente, no sólo porque muchos eran analfabetos sino también porque, ante la posibilidad del esparcimiento y la evasión, a la mayorÃa le importaba un comino las fruslerÃas que profesaban las inteligencias de la cepa aristócratica.
Si bien un viejo grupo de intelectuales conservadores se aglutinaban en torno al poder, a los ministros cientÃficos o a la doctrina positivista, durante el porfiriato también se habÃa incubado una nueva generación de pensadores alternos al porfiriato o al positivismo, la cual se subdividÃa en dos vertientes: la de militancia polÃtica y la apolÃtica. Y aunque ni polÃticos ni apolÃticos prestaban un interés conspicuo al cinematógrafo, a la larga serÃan los que, una vez finalizada la guerra armada, constituirÃan núcleos del movimiento cultural postrevolucionario. Destacan, sobre todo, los miembros del Ateneo de la Juventud: Antonio Caso, Alfonso Reyes, José Vasconcelos, Julio Torri, Pedro HenrÃquez Ureña, Carlos González Peña y otros más. ExistÃan muchos vÃnculos entre éstos y el porfiriato, pero serÃa la revolución que se avecinaba la que le darÃa a este grupo, a la postre, la templanza necesaria para que su influencia se tendiera sobre el resto de los quehaceres culturales del paÃs, inclusive el cine.
Para finales del porfiriato la temática de los cineastas no habÃa variado de eje. El dictador y sus viajes eran quizás la mayor atracción, seguidos de las hazañas de toreros célebres, como Rodolfo Gaona, o de cantantes y actrices sustraÃdas del teatro. Muy probablemente la pelÃcula-reportaje La entrevista DÃaz- Taft es la más ambiciosa de aquella época. Dirigida por los hermanos Alva, esta cinta es la crónica del viaje de Porfirio DÃaz a la frontera y de su encuentro con el presidente de Estados Unidos.
Por otra parte, los empresarios nacionales habÃan ganado terreno a sus competidores extranjeros en el mercado cinematográfico. Para 1910 un mayor porcentaje de las empresas dedicadas a la producción, distribución y exhibición de pelÃculas estaba en manos de mexicanos. El gobierno participaba dentro de la industria sólo de manera superficial. Asà por ejemplo el Ayuntamiento de la Ciudad de México se dedicaba en materia cinematográfica exlusivamente a recaudar el pago de impuestos, dispensar permisos para la apertura de salones, además de vigilar que se cumplieran los requisitos salubres establecidos para la exhibición. En este rubro, la polÃtica del Ayuntamiento no ejercÃa una censura sistematizada, pues se aplicaba según los criterios del funcionario en turno, aunque por lo general era poco el material que por contenido polÃtico o "inmoral" se podÃa proscribir.